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Miranda consiguió aquel amuleto mágico jugando al póker. No fue demasiado complicado, en cuanto un puñado de hombres ven a una mujer sentada a la mesa, dan por hecho que hay un jugador menos. Al principio, Miranda se ofendía y despotricaba, pero con el tiempo había sabido utilizar esa baza a su favor. Sonreía, se mostraba vulnerable y daba saltos cuando ganaba una mano, como si todo fuera producto del azar y la suerte.

Los jugadores de cartas

Los jugadores de cartas, Paul Cezánne

Andrés, su marido, no sabía que acudía a aquella sala, ni falta que hacía. Seguramente se habría puesto como un energúmeno imaginando a su esposa rodeada de toda aquella calaña del género masculino. Para ella era una afición, una forma de evadirse de la rutina.

Sin embargo, aquella tarde de junio, resultó diametralmente opuesta a cualquier otra. Se sentó en una mesa de ocho y reconoció a todos los oponentes excepto a uno. Era un hombre de unos sesenta años que, a juzgar por su aspecto, debía de vivir en la más absoluta indigencia. Vestía vaqueros desgastados, camisa de cuadros muy antigua y unos zapatos con las suelas rotas. ¿Cómo habían permitido entrar a aquel pobre diablo?

Comenzó la partida de manera relajada, ganando una vez uno y otra vez otro. El hombre de los zapatos rotos estaba tremendamente nervioso y cada ficha que perdía le provocaba auténticas taquicardias. Miranda pronto tomó la delantera y los montones crecían junto a ella. Al final de la timba solamente quedaron los dos, frente a frente, y una escalera dio la partida a Miranda. Cuando iba a levantarse de la mesa, el hombre la tomó del brazo y le pidió una última mano, sacando del bolsillo un pequeño objeto con forma de dado.

“Esta pieza otorga a su poseedor la posibilidad de entrevistarse con el diablo justo antes de morir. En ese momento, puedes ofrecerle todo el dinero que poseas a cambio de más tiempo. Es personal e intransferible. Ahorra todo lo que puedas: el tiempo es muy caro”.

¡Cómo estaban las cosas, que hasta Satanás necesitaba pasta! Miranda miró al hombre, dudando de sus palabras, pero al tocar el objeto, supo que era verdad. Barajaron una última mano. Miranda miró sus cartas. El dos de picas y el siete de diamantes, seguramente la peor jugada del mundo. Los naipes empezaron a aparecer en la mesa. La primera, el as de tréboles, vaya comienzo. Después, el cinco de corazones, la jota de picas y el cuatro de tréboles. La última, el dos de corazones, aumentaba mínimamente las probabilidades de victoria. El hombre, con la tez pálida, levantó sus cartas: rey y reina de tréboles. Una jugada excepcional… con la que salía derrotado, ante la pareja de doses. Dispuso el dado sobre la mesa, se levantó y mirando a los ojos a Miranda le dijo: “Que lo disfrutes”. Luego, salió del lugar.

Miranda regresó a casa agarrando con fuerza el cubo y preguntándose: ¿Cuánto tiempo podré conseguir?

A partir de ese día, toda su vida dio un vuelvo radical. Abrió una cuenta bancaria secreta donde ir depositando dinero. Comenzaron las horas extras en el trabajo, aunque a su familia le contaba que iba a clases de yoga. Más tarde, se inventó una extraña enfermedad que requería un costoso tratamiento y le quitaba las ganas de viajar o de salir a alternar. Dejó de quedar con sus amigas y de ir de compras. También comenzó a escatimar en la ropa y los juguetes de sus hijos. ¿Qué iban a preferir, tener a su madre todo el tiempo que pudieran o jugar con la Play Station? Era una obsesión. La relación con su marido se debilitaba, pero sabía que no podía permitirse alejarlo: un divorcio le haría perder al menos la mitad de sus propiedades e ingresos. Así que lo retuvo dándole lástima y haciendo la vista gorda sobre algún posible escarceo.

Los relojes blandos

La persistencia de la memoria, Salvador Dalí

Andrés murió pronto, a los cincuenta y dos años, de una embolia. Miranda lloró ávidamente su pena, no obstante, se consolaba sabiendo que ahora tenía mucho más con lo que pagar al diablo llegado el momento. Y ese momento llegó justo antes de cumplir los sesenta y tres.

– ¿Ya estás aquí? ¿Tan pronto? ¡Si la esperanza de vida supera los ochenta!

– No se puede decir que te hayas cuidado precisamente… Vas a tener un accidente con el coche de tu hija, ese que ella te pidió que llevaras al taller. Preferiste guardar el dinero y un fallo de motor te hará caer por un terraplén. Pero bueno, es tu día de suerte y estoy aquí. ¿Cuánto tienes para darme?

Miranda hizo acopio de cuentas corrientes, depósitos y propiedades. Decidió no quedarse con nada. Sus vástagos no iban a dejarla en la calle. El demonio le dio once años más.

– Aún eres la propietaria del amuleto, así que volveré antes de tu defunción. Si tienes algo más que darme entonces, quizás ganes algo más de tiempo.

Miranda se preguntaba que más podría ofrecerle después de aquello. Aquel día reunió a sus hijos y les informó. Éstos no salían de su asombro. Su madre, la misma que remendaba una y otra vez la ropa, compraba sólo la comida en oferta y nunca adquirió una joya, era pobre. Todo se había esfumado de la noche a la mañana, evaporado sin dejar rastro. Ninguno de ellos quería hacerse cargo de su progenitora. Las relaciones siempre habían sido más bien frías y encima no confiaban en ella después de lo ocurrido. Pidieron un informe psiquiátrico y la internaron en un centro. Allí, su único afán era robar algo de menaje o conseguir que alguna interna le hiciera un regalo.

El día acordado, Lucifer apareció de nuevo a visitarla.

– ¿De qué voy a morir esta vez?

–- Algo sencillo, un ataque al corazón. En realidad es de lo que mueren todos, el órgano se para y se acabó la fiesta. ¿Crees que podrás arañar algo de tiempo al reloj?

Autorretrato_El tiempo vuela, 1929 - FRIDA KAHLO[1]

Autorretrato – El tiempo vuela, Frida Kahlo

Miranda observó lo que tenía debajo del colchón: decenas de cubiertos, un par de pijamas, un juego de sábanas, cuatro o cinco libros y una radio. Además, sobre la cama estaba la cena: tortilla de patatas, su comida preferida.

– Bien, por todo esto puedo darte quince minutos.

– Será suficiente.

Miranda tomó una hoja de papel y un bolígrafo y escribió una carta. Después miró al diablo con serenidad.

– Estoy preparada.

– Aún te sobran tres minutos.

– En realidad no –. Tiró el amuleto por la taza del retrete y después se comió la tortilla. Nunca antes había disfrutado tanto con nada.

Los hijos de Miranda recibieron la carta.

“He pasado por la vida sin vivirla, sólo queriendo alargar el camino sin pararme a disfrutarlo. ¿Para qué sirve el tiempo si no lo empleas en ser feliz? Que eso no os pase a vosotros. Sed felices con todo lo que tengáis y hagáis. Os quiero. Mamá”.

Este relato resultó ganador del mes de julio de 2012 en el concurso del blog «El relato del mes».
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